Había una vez (Infancias Relatadas)

Por Eduardo Casas - Capellán del Instituto y miembro del Equipo de Conducción

Desde nuestra más tierna infancia cuando los padres o abuelos cuentan a sus niños historias los están introduciendo en una tradición oral de relatos que ayudan a comprender el designio del mundo y el sentido de la vida. Toda narración ancestral nos conecta con el mundo del origen, el universo espiritual, las preguntas existenciales, la recuperación de las realidades perenemente humanos de nuestra condición.

Entramos en el mundo del principio de las cosas con la sencilla frase "había una vez"; "en aquellos tiempos"; "en esos lejanos días". El comienzo nos ubica. La distancia en el tiempo nos permite la posibilidad de identificarnos. Esa lejanía objetiva hace de espejo para que nos podamos reflejar y vernos. A la vez otorga un efecto relajador, pacificador por cuanto ya aconteció hace mucho, otorga seguridad. Alguien antes pasó por esto. La distancia en tiempo y espacio ayuda a elaborar la historia en relación con lo que tiene para decirnos.

La ley de la identificación se verifica en toda narración. El texto nos dice de alguna forma. Siempre nos reconocemos en un personaje. Todos los personajes son parte del alma: el yo, lo masculino y lo femenino, el ánima y el ánimus, las sombras oscuras y las luminosas.

Todo relato nos presenta patrones o estereotipos. Toda historia tiene arquetipos, los cuales son ambivalentes: la madre, la bruja, el hada madrina, el príncipe, le héroe y el villano. A menudo estamos rodeados de reyes y reinas, príncipes y princesas, brujos y malhechores. Todos esos arquetipos existen en las personas. En todos nuestros vínculos aparecen esos personajes.

Los arquetipos son fuerzas vitales que revelan conflictos, pruebas y esperanzas. Los personajes son buenos o malos –sobre todo en los relatos de la infancia- ya que así el niño concibe a las personas, la diferenciación ética más equilibrada la va haciendo en la medida en que crece. Con la madurez viene la integración.

La lucha del bien y del mal representa el combate existencial y espiritual. El personaje maligno de alguna forma tiene que estar porque permite al niño la proyección de sus miedos y sombras. El terror nocturno, el abandono, las fobias y la angustia son canalizados por los cuentos. Incluso las muertes en las historias de niños muchas veces son necesarias ya que son muertes simbólicas: transformaciones y superaciones. Con las narraciones, en la medida en que crece, va pasando del pensamiento concreto y simbólico a la lógica abstracta y valorativa.

La historia es como un camino, un viaje que se hace desde los orígenes, pasando dificultades, pruebas y obstáculos. Es el camino por el mundo anímico. El desenlace tiene que ser siempre feliz, estimulante y sanador para el niño ya que refleja la evolución que ocurre durante la vida. El relato es metáfora del desarrollo. El cuento es un alimento, da fuerzas. Es luz. Resulta nutritivo e iluminativo. Siempre hay energía en las palabras y en las historias. El cuento es terapia: sana y cura.

Para el niño las narraciones realizadas por un adulto le brindan seguridad y confianza. Establece una complicidad. El adulto, además, otorga calidad de tiempo y de vínculo, comparte la diversión. Los niños piden que se les cuente el mismo cuento una y otra vez. La repetición del cuento es un proceso interno que les otorga seguridad, además ejercitan la memoria y la resolución de los conflictos.

Los libros de niños deben tener el equilibrio de imágenes justa. Es deseable que el niño pinte las imágenes del cuento o las dibuje, poniéndole su propio sello y color, brindándole su cromaticidad espiritual a la historia.

No es lo mismo un cuento que poner un video o ver una película. En estos últimos casos el formato nos muestra la imaginación y la contemplación de otro. Nos dan ya hechas y procesadas las imágenes. No se desarrolla la capacidad imaginativa y la creatividad. Se reemplaza el alma por la pantalla. Se rompe el vínculo afectivo intergeneracional entre el que cuenta y el que escucha. Se cambia por un espectador pasivo captado y hechizado por una pantalla.

De lo contrario, hay una relación educativa entre el cuento y el juego que se pierde. El niño elabora activamente experiencias vitales a través del juego. Es así como las procesa. Es preciso que el niño juegue un poco más y no esté tanto tiempo frente a una pantalla.

La edad para empezar a contar cuento tiene que ser una edad temprana ya que la capacidad de escuchar la tenemos desde la misma gestación. De hecho el niño, en el seno de su madre, escucha y reconoce la voz de quien lo está gestando, la cual será muy posiblemente quien le cuente las primeras historias.

En la actualidad se acentúa el beneficio espiritual, intelectual y afectivo de la lectura y de la narración. Incluso se habla del derecho del niño para escuchar historias. El relato otorga identidad, una patria retórica en la cual podemos habitar. Sólo hay que crear el hábito de leer o escuchar, sosteniendo la atención y favoreciendo la concentración.

Ciertamente los niños hoy están muy estimulados por el mundo audiovisual y la tecnología. A su vez muchos adolescentes y jóvenes, incluso universitarios, tienen serias deficiencias en su lectura, comprensión y estudio. Sin embargo, en la magia del relato -cuando se abre el libro y se pone al servicio la voz- se abren los umbrales de la imaginación personal o colectiva. Quizás por ser, precisamente, el recurso más básico y simple: una buena historia, la voz y la fantasía. Además el don narrativo genera -alrededor de la buena literatura- un vínculo profundo y entrañable. No hay lugar en la cual la lectura no pueda ingresar despertando sentidos para compartir la pasión redentora de la lectura.

La interpretación de un texto infantil es imprescindible ya que así otorgamos expresión emocional con la que se reviste un texto cuando se lo actúa. En este sentido el lector-intérprete es una especie de actor del texto: lo vive y le pone énfasis y pasión. Le otorga color, vida y alma.

Felizmente hoy en la sociedad ha resucitado el oficio artesanal de contar cuentos: hay contadores trashumantes y juglares de oficio, incluso fundaciones que -en clubes, bares, fiestas, escuelas, bibliotecas, centros culturales, institutos de ciegos, cárceles, maternidades, hospitales de niños y residencias geriátricas- cuentan historias. Hay profesionales, voluntarios y grupos de abuelos que nos llevan al paraíso reconquistado de las buenas historias, aquellas que nos hacen habitar en la soñada niñez interior. Esa que nunca debimos dejar: la infancia del alma.

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